sábado, 22 de diciembre de 2007

Pásame con Marcelo



Después de seis meses de olvido, la novia más hermosa del mundo (mi mujer) volvió a llamar a casa, con esa misma sorpresa con la que se fue. Yo escuché su voz (un poco ronca) y me quedé atónito. Pensé que se acercaba la reconciliación, pero ella no quería hablar conmigo. (Cómo duele cuando la mujer que amas no quiere hablar con uno).

—Pásame con Marcelo —dijo y saltó al silencio. Entonces supe que seguía enojada. Yo nunca entendí por qué estaba así. Quizá llegó a creer lo que la gente anda diciendo de mí, que soy raro, sin darse cuenta que los raros podrían ser ellos.

—Pásame con Marcelo —volvió a decir desde el silencio. Entonces le pasé el teléfono a mi hijo.

Yo la sigo amando como en los primeros días. No entiendo por qué se fue sin aviso. Supongo que ella se enamoró de otro, se hartó de mi rutina, se cansó de mis gustos, quiso nuevas cosas. Pero no tuvo el coraje de confesarlo. (Hay que tener valor para decir a quien queremos). Si ella me hubiese dicho que se había enamorado de otro, no la hubiese culpado. El culpable, en todo caso, hubiese sido yo. No la culpo de nada, es más, la aceptaría si volviese embarazada. Marcelo ya necesita una hermanita.

—Papá, mamá quiere hablar contigo —dijo Marcelo entregándome el teléfono. Me emocioné, tenía el corazón hinchado, y no podía creerlo. Cogí el teléfono, y escuché que al otro lado, ella cortó el teléfono suavemente.

—Papá, qué dice mamá.

—Que volverá pronto.

Escritor invitado, Paco Moreno Tineo.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Mamá me llevó al Kentucky



Es menester recordarles que mi cumpleaños es mañana. Como siempre, ando diciendo que suele pasarme cosas raras días antes o días después de mi cumpleaños. Claro que también en el mismo día, pero eso ya se sabe. No existe día de cumpleaños de uno, en el cual no pasa nada. Bueno, les cuento que ayer, cerca de las 12 del día, después de mucho tiempo, mamá vino a verme al trabajo. En estos cuatro años se ha quitado casi cinco de encima. Le gusta contradecir el paso del tiempo. Es una señora que se resiste llegar a los cuarenta. Ya casi tiene cincuenta, pero a ella no le gusta hablar de esas cosas.
Cuando me llamaron a la oficina, donde paso más de doce horas diarias, algo me dijo que era ella. A pesar de todo, siempre da gusto volver a ver a mamá. Cuando salí ella estaba sentada en el mueble viejo que no sé por qué demonios no lo botan de aquí. La vi nerviosa. Yo me acerqué rápidamente a ella y la abracé. Me pareció escucharla decir con voz temblorosa un “feliz cumpleaños”.
Salimos de mi trabajo y tomamos un taxi. Veinte minutos después llegamos al Kentucky. Una cola inmensa frente a una muchachada sonriente que recibe los pedidos; parejas de enamorados en una esquina con las manos manchadas de grasa; familias enteras intentando encontrar felicidad; un televisor empotrado en la pared que, como siempre, sólo dice tonterías; un tipo vestido como para ir al colegio limpiando los pisos. Maldita sea, todos los Kentuckys son tan iguales, como todas la personas que van ahí. No entiendo que pueda existir un imbécil que crea que haciéndolos tan iguales crea que somos más felices.



No niego que hace cuatro años, cuando tenía dieciocho, a mí también me gustaba acercarme a esos locales rojiblancos con la foto de un viejito canoso sonriente. Con el paso de los años y el alejamiento de mamá, este lugar huachafo donde se come el peor pollo de Lima, me dejó de gustar para siempre.
Mamá no sabía eso. Mamá no sabe tantas cosas de mí, ni siquiera todo lo que sufrí después de acabar con aquella muchacha quien para ella era una chica linda-linda. Mamá tampoco sabía que había dejado la universidad y que, "mal aconsejado por el hambre", entré a trabajar en esa oficina donde no se por qué diablos no cambian ese mueble viejo.
Mamá pidió el combo 3, y yo dije para mí también. Felizmente nos atendieron rápido y nos sentamos en un rincón donde el volumen de la TV llegaba a las justas. Frente a los pollos grasosos, mamá empezó ha hablar como si ayer hubiese sido el último día en que nos hubiésemos visto. Hablaba con tanta tranquilidad que a mí, que soy un tragón de primera, se me quitó el hambre. No es que yo odie a mamá, pero hay cosas que yo no puedo soportar, y además un día antes de mi cumpleaños. Creo que mamá hizo lo mejor al separarse de papá, pero hizo lo peor al alejarse de mí. No se crea que yo no he intentado buscarla ni enterarme de sus cosas, sé, por ejemplo, que hace un año intentó tener otro hijo y que buscó a los mejores médicos del país. No lo logró y estuvo deprimida tanto tiempo que tuvo que ser internada en un nosocomio. Eso me dolió tanto que le escribí una carta furiosa a mi papá diciéndole que era un castigo tener una madre como ella. Había abandonado un hijo y hacia todo lo posible por tener otro.


Los pollos grasosos se enfriaban. Los que atendían en el Kentucky se acercaban como para que terminásemos rápido nuestro combo 3. Mamá seguía diciéndome cosas, y, curiosamente, yo quería volver a la oficina a seguir chateando con Veronika. Pensaba en sus ojos y sus caderas, en sus labios y sus senos, en su amistad y en esa última frase que me dijo.

—Marcelo, no sé como escaparme de ti. Te cuento que he vuelto con mi enamorado, pero cuando lo beso, te estoy besando a ti.

Tantas cosas me pasaban por la mente y mamá estaba allí, con su sonrisa fingida, comiendo su pollo grasoso, insistiendo para que comiese mi grasoso pollo. Supongo que ni siquiera sabía cuantos años cumpliré mañana. No resistí, pero no le dije nada. Mas me levanté de la silla y le dije que iba a lavarme las manos, como siempre hacía antes de comer. En el baño pensé que lo mejor era desaparecer de ese lugar, y eso hice. Ahora ya en el trabajo le dicto a mi jefe, que le gusta estas cosas de los cuentos sobre lo que me pasó hace unos minutos en Kentucky, pero no le dicto todo, me guardo algunas cosas. No sé que pensará mamá en este momento. Seguramente está furiosa, seguramente está mentando la madre, como lo hacía cuando yo era niño. Seguramente me llamará. Vaya suena mi celular. Debe ser ella.